La historia de las lámparas
Las primeras formas de lámpara eran palos ardientes o recipientes llenos de brasas. Luego se utilizaron para alumbrar antorchas de larga duración, formadas por haces de ramas o astillas de madera resinosa, atados y empapados en sebo o aceite para mejorar sus cualidades de combustión. Se desconoce el origen exacto de la lámpara de aceite, la primera lámpara auténtica, pero ya se empleaba de forma generalizada en Grecia en el siglo IV a. C Las primeras lámparas de este tipo eran recipientes abiertos fabricados con piedra, arcilla, hueso o concha, en los que se quemaba sebo o aceite. Más tarde pasaron a ser depósitos de sebo o aceite parcialmente cerrados, con un pequeño agujero en el que se colocaba una mecha de lino o algodón. El combustible ascendía por la mecha por acción capilar y ardía en el extremo de la misma. Este tipo de lamparilla también se denomina candil. Algunas lámparas grandes griegas y romanas tenían numerosas mechas para dar una luz más brillante. En la Europa septentrional la forma de lámpara más común era una vasija abierta de piedra llena de sebo, en la que se introducía una mecha. Los inuit (esquimales) aún emplean lámparas de ese tipo.
Lámparas modernas
En el siglo XVIII se produjo un gran avance en las lámparas cuando las mechas redondas fueron sustituidas por mechas planas, que proporcionaban una llama mayor. El químico suizo Aimé Argand inventó una lámpara que empleaba una mecha tubular encerrada entre dos cilindros metálicos, alimentada a petróleo. El cilindro interior se extendía hasta más abajo del depósito de combustible y proporcionaba un tiro interno. Argand también descubrió el principio del quinqué, en el que un tubo de vidrio mejora el tiro de la lámpara y hace que arda con más brillo y no produzca humo, además de proteger la llama del viento. El tiro cilíndrico interior se adaptó después para utilizarlo en lámparas de gas inventadas por Lebon.
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